Dibuix Artístic






Rabia.

Escribo en rojo,
Porqué ese es el color de la rabia.
Ese es el color del fuego,
que ahora consume hasta mi última parte
más racional.

Escribo y no pienso.
Ardo, y conmigo, todo lo que me rodea.

Soy la culpable de provocar el incendio del que mañana,
solo quedarán cenizas.

Cenizas de aquellos que me intentaron apaciguar.



Euforia.

Me preguntó si estaba bien. Le respondí que demasiado.

- ¡Nunca es demasiado! – me soltó.

Pero, a veces, a veces sí, que es demasiado.
A veces estar bien, se me va de las manos.
Deseando que esa sensación se eternice, me pierdo.
Y me voy a otra realidad que no es esta, sino la euforia.
Donde los colores, de tan saturados, cuesta distinguirlos.
Donde las formas, se difuminan y mezclan entre sí.
Donde las palabras, se intensifican.
Donde todo es tanto.

Y en (la) realidad, nada.

            - Entonces ¿Estás bien o no? – insistió.

No lo sé.




Soledad.

Vivo encarcelada en una soledad en la que me he encerrado yo misma.
He tirado la llave. Y ahora, espero a que venga otro a rescatarme.


Y mientras espero…

El victimismo es el que me abriga en estas noches que he pintado de gris.

                                                                                          
                                                                                  Y mientras “agonizo” …

Me auto convenzo de que lo que fue, es mil veces mejor de lo que es.

                                                                                          
                                                                                  Y mientras me excuso…

Cada vez, ellos, se encuentran más y más lejos.

                                                                                          
                                                                                  Y es entonces,

Cuando la soledad, realmente, llega.

                                                                                          
                                                                                  Y al preguntarme por qué,

Entiendo que si realmente necesitas ayuda, chillas.


                                                                                 Y finalmente,

El silencio estalló.




Oda a la calma

¡Oh Calma!
Eres mar,

Que abarcas en tu naturaleza
paciencia y cuidado.

Que me dejaste perder en tu inmensidad,
y me acunaste en tu suave cama de espuma.

Que me peinaste y me cantaste,
con la salada brisa de ala de gaviota.

Que te muestras franca, transparente,
exponiendo tu profundidad a todo aquel
quien quiera zambullirse.

Que eres refugio de tormenta,
mas no macizo y de hormigón
si no frágil y de cristal.

Que fuiste impredecible,
y, a veces, hasta inexistente.
Viniste, y después, ya no.
Y yo te esperé, como un niño
que aguarda la ola, que,
seguro,
vuelve.

Y es que eres mar,
que es paciencia,
es inmensidad,
espuma y gaviota,
y a su vez es transparencia,
es refugio
fragilidad y espera.

¡Oh Calma!
Eres mar,
Mar del que mi sed
saciarse ansia.




Agujeros.

Hacía tiempo que ese agujerito se había instalado en mi pecho. Es lejano ya el momento en que se abrió la pequeña brecha por primera vez. Era del tamaño de la cabeza de un alfiler, y, desde allí, se proyectaba un finísimo rayo de luz que se ensanchaba y empequeñecía.

Llegó un momento en el que me cansé del agujerito. Me cansé de que a veces fuese tan grande que no hubiese manera de no encontrarme totalmente expuesta. Me cansé de que otras veces fuese tan estrecho que nada pudiese ni entrar ni salir.

Fue entonces, cuando me cansé, que decidí taparlo, vendarlo, coserlo. No quería asustar.  Fui construyendo, ladrillo a ladrillo un gran muro opaco para que el fino rayo de luz, que cada vez era más notable, no cegase a aquel quien decidiera mirarme. A su vez, me sumí en una total obscuridad.

Sorprendentemente, un día, sin más, llegó uno. Uno en particular al que dejé pasar, atravesar el muro, y beber un largo sorbo del manantial de luz que residía en mí. Me mostró que él también tenía un agujerito como el mío. Sorprendentemente, un día, sin más, ese uno, se fue. Y yo me encontré desnuda de muro. Expuesta de nuevo.

No tuve otro remedio que alzar, de nuevo, una pared. Es curioso cómo hacerla totalmente hermética, me pareció una buena opción. Así, mi agujerito, estaría totalmente a salvo. Nadie podría verlo, nunca. Solo yo tenía las llaves.

Había quienes iban y venían. Se paseaban por delante del muro. Lo observaban, les inquietaba. Algunos, los valientes, hasta intentaban treparlo. En vano.

Yo los contemplaba desde detrás. Los contemplaba y me preguntaba. Francamente, ¿qué esperan ver?

Las preguntas hacían que mi agujerito creciese y creciese. Yo permanecía encerrada mas deseaba conocer a todo aquel tumulto de espectadores. Aquellos que habían decido tomar una silla y quedarse a esperar. Expectantes por ver que se escondía tras aquel alto muro que se alzaba ante sus ojos y parecía no tener fin.

Un buen día, el agujerito no pudo más. Empezó a desgarrarse, deshilacharse. Se agrandaba y agrandaba a un ritmo vertiginoso. Se había cansado de permanecer
escondido. El agujerito no podía soportar más toda la presión que, yo misma, había estado ejerciendo para que no fuese percibido por nadie. Necesitaba mostrarse al mundo. Necesitaba alumbrar y alimentarse de todas las otras sombras que proyectaban los rayos que emergían de los desconocidos pechos de los demás. 

No supe pararlo y sin quererlo, sin saberlo, toda yo fui luz.

No hubo muro que pudiese parar la potencia con la que brillé. Perdí el control de la magnitud de todo lo que había sentido al largo de tanto tiempo. Todo era intensidad.

Conseguí, a tientas, hacerme con las llaves, encontrar la cerradura y abrir la única y pesada puerta. Me desplomé en el suelo. No podía con el propio peso de mis sentimientos.

Desperté al cabo de unas horas. Me encontraba rodeada de la gente que había estado observando desde detrás del muro. Eran los que habían decidido quedarse a esperar.

Yo aún brillaba, aunque de un color mucho más cálido. Iba liberando, poco a poco, toda aquella luz que albergaba en mí.

Llegó un momento en que dejé de brillar. Aun así, no encontré la obscuridad con la que otras veces había tenido que enfrentarme. A mi alrededor se encendieron las luces de los demás. Y estas, como faros, me guiaron y me guían para encontrar la manera cómo dejarme brillar y, al mismo tiempo, dejar brillar a aquellos que me rodean.